Testimonios

Nuestros hijos, regalos de Dios.

Aquello que vivimos se puede ver de dos maneras, con ojos humanos o con los ojos de la fe. Si solo vemos con ojos humanos ¡qué pobreza!; si solo con la fe ¡qué pena no ver lo humano cuando lo humano es tan amado por Dios!…

Lo que voy a contarte ocurrió la víspera de la festividad de la Virgen del Carmen.

Mi esposa y yo habíamos organizado un viaje a Galicia con nuestros tres hijos: Ángela de 11 años, Gabriel de 8 y el pequeño y travieso Tomás de casi 4 años.

Estábamos alojados en una bonita casa de intercambio junto al Castillo de Sotomayor en la zona de las Rías Baixas. Las dos semanas que íbamos a permanecer en Galicia estaban proyectadas para conocer cuantos más sitios mejor. Viajar y viajar hasta que nuestro viejo coche que en ocasiones olía a embrague quemado aguantara. Esa tarde tocó conocer Cabo do home, un lugar con unas vistas espectaculares desde los acantilados. Mientras mi mujer y yo disfrutábamos del paisaje impresionante y tan distinto de nuestra tierra pacense, los niños se limitaron a pasar el rato cogiendo saltamontes, hecho que me molestó ya que mis esfuerzos por conseguir que prestaran atención a las vistas fueron inútiles. Los bichos eran mucho más divertidos.

Algo contrariado cogí el coche y fuimos a otro pueblecito costero, San Cibrán, en el extremo sur occidental de la Ría de Pontevedra. Como cada día, ese 15 de julio acudí a misa en una iglesia antigua, la parroquia de San Cibrán de Aldán. La misa de vísperas que se celebró fue ya en honor de la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores y marineros. Mientras, Leonor y los niños se quedaron fuera jugando a coger bichos como de costumbre y a jugar a pelearse que también tiene para ellos su encanto.

Al terminar la misa, Tomás se me acercó para darme un beso. Siempre lo hace porque sabe que si he comulgado, Cristo está dentro de mí. El beso que me da, realmente es para Dios. Puesto que era la fiesta de la Virgen del Carmen quise comprar un escapulario y me acerqué a la sacristía para preguntar al sacerdote si tenía alguno. El buen cura, muy amablemente me regaló uno a mí y otro a Tomás. El pequeño se lo puso al cuello con una sonrisa llena de ilusión.

Acto seguido Leo me propuso ir un ratito a la playa que distaba de la iglesia apenas unos 30 o 40 metros y accedí.
Todo sucedió muy rápido.

Ángela y Gabriel se pusieron a coger conchas y cangrejillos pero Tomás quiso lanzarse a la aventura…

Era una pequeña playa, bonita, como toda Galicia. Nos disponíamos a disfrutar de los últimos rayos de luz junto a la desembocadura del arroyo Orxas. La bahía formaba una especie de U de modo que desde nuestra orilla se veía jugar a otros niños en la orilla de en frente. Entre ambas orillas se mezclaban las aguas dulces del arroyo con la sal del Atlántico. Tomás me dijo: “papá, quiero ir allí con esos niños”. Había marea alta y Tomás no sabía nadar. Mi respuesta fue tajante: “No Tomás. Quédate aquí con tus hermanos”. Mi experiencia como padre no fue suficiente para atisbar el peligro que la curiosidad y picaresca de un niño de tres años encerraba. Él esperó a que me diera la vuelta y acto seguido se dispuso a conseguir su objetivo. Yo pensé que si lo intentaba le entraría miedo al ver cómo poco a poco le cubriría el agua y daría media vuelta. Eso era lo más normal, sin embargo el nivel del agua ocultaba un peligro que, por desconocimiento de la zona no tuve en cuenta. Junto a nosotros había una rampa para pequeñas embarcaciones que se adentraba en el agua. Hacia un lado estaba la playa, pero hacia el otro esa rampa formaba un escalón profundo. El pequeño comenzó a caminar despacito, apenas le cubría el agua por las rodillas pero de repente, al llegar al escalón oculto, cayó a lo profundo. En ese momento yo acababa de sentarme tranquilo y Leo y yo comenzábamos una conversación. Noté a Leo algo inquieta, no me prestaba atención. En lugar de corresponder a lo que le hablaba dijo sencillamente: “¿Y Tomás?” Me levanté rápidamente y no le vi. Era imposible, no podía haberse ido tan rápido a ninguna parte. Mi corazón se estremeció y por fin pude ver cómo chapoteaba débilmente con solo su frente fuera del agua. Grité: “¡Tomás!” y me lancé con toda la rapidez que pude. Lo agarré y lo levanté. Tardó unos segundos en romper a llorar porque su primer reflejo fue llenar bien sus pulmones de aire.

Le abracé y no le soltaba, ni siquiera se lo pude dar a su madre que me lo solicitaba con sus brazos extendidos. Era mío, no paraba de besarle, estaba bien, estaba vivo…y si hubiera tardado tan solo unos segundos más, si Leo no hubiera preguntado por él, habría desaparecido bajo el agua. Cuando se calmó y me abrazaba tranquilo comencé a llorar yo. A Tomás no le importaba el corro de gente que se formó a nuestro alrededor ni que mi ropa estuviera empapada. Estábamos unidos por un abrazo que le inundaba de paz a él e intentaba calmarme sin éxito a mí.

Recogimos las cosas y nos fuimos al coche. Solo allí mi paciente Leo pudo ya abrazar a su pequeño. Al dárselo comencé a sentir dolor. Me había roto una costilla con la brusquedad del salto pero la adrenalina se encargó de camuflar la molestia hasta que pasó el peligro.

Después de unos largos minutos tras sentarnos todos en el coche decidí sacar fuerzas y comenzar el viaje de regreso a casa. Habrían sido unos 30 minutos de trayecto si el GPS nos hubiera guiado correctamente, pero aquel invento falló y tardamos casi hora y media. Agotado, con lágrimas que se me escapaban y con la mano de Leonor que me rozaba con todo cariño llegamos al fin a casa.

El jaleo que habitualmente acompañaba la hora del baño aquella noche se transformó en un extraño silencio que nos pedía a todos hacer lo que teníamos que hacer sin más.

Al poco los tres niños dormían. Leo y yo nos abrazábamos en la cama sin poder dormir a pesar del agotamiento. Aquella noche pasé muchos pequeños ratitos junto a la cama de Tomás. En nuestro corazón solo había un Gracias enorme que lanzábamos una y otra vez a Dios.

El plan del día siguiente era, según lo previsto, seguir viajando, pero tras lo acontecido, aquel proyecto de viaje dio un giro de 180 grados. Decidimos sin dudar permanecer en la casa, en aquel bonito jardín lleno de saltamontes, jugando todos juntos. ¡Cuánto disfrutaron los enanos!

Durante todo el día noté mi alma inclinándose hacia Dios pero no podía rezar. La angustia no se apartaba de mí y, sin poder controlarlo, se me venía una y otra vez la imagen de Tomás a punto de desaparecer bajo las aguas. Fue un día largo. El rato de oración diaria que solía hacer lo dejé de lado para repetir una y otra vez: “¡Gracias Dios!”

Era ya día 16, festividad de la Virgen y fuimos todos a misa a la pequeña iglesia de Sotomayor. Al finalizar sacaron en procesión a la Virgen y cuál fue mi sorpresa cuando vi que la imagen que los aldeanos procesionaban tenía a los pies de María un pescador que se estaba ahogando en el mar pero que conseguía ser salvado por la mano de la Virgen. No me pude contener, se me escaparon nuevamente las lágrimas. Mi alma seguía profundamente agradecida y angustiada al mismo tiempo. Aquella noche tampoco logré descansar bien.

Por la mañana, con los primeros rayos del alba del 17 de julio, me levanté y agarré mi Biblia y el cuaderno de oración. Solo quería hablar con Dios y sacar la angustia que me producía el pensamiento de haber estado a punto de perder un hijo y el miedo que me provocaba la idea de que de ése o de algún otro modo pudiera perder en el futuro a uno de ellos. En definitiva, solo quería olvidar…

Tomé las lecturas correspondientes a ese día y me topé con Éxodo 1, 8-14.22. Este pasaje narra cómo el faraón de Egipto, temiendo la amenaza del pueblo Israel, ordena arrojar a los niños hebreos al río para acabar con ellos. No me lo podía creer, yo solo quería olvidar y supuestamente Dios me hablaba de niños ahogados. Mi oración, que hasta entonces había sido de agradecimiento, se transformó en un escueto “¡…. Señor!”. Lo cierto es que a veces soy malhablado, mis amigos lo saben… y con mi mejor Amigo no quería ser de otro modo. Jesús no se asusta, hasta me imagino que sonríe y disfruta cuando le tratamos con tanta confianza. Molesto con el Señor cerré la Biblia de golpe y sin entender el porqué de aquel inoportuno pasaje bíblico decidí ignorar lo del Nilo y continuar un minuto más tarde con el Salmo de aquel día. No daba crédito a lo que encontré en el Salmo 124 (123): “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte (…) nos habrían tragado las aguas”. De repente todo mi ser se estremeció. Entendí con suma claridad un mensaje que me golpeó con contundencia: tu vida y la vida de tus hijos están en mis manos, os amo, confía en mí y no tengas miedo. Eran palabras de autoridad que reclamaban desde un plano superior algo que por derecho merecía recibir: confianza y desprendimiento por mi parte. Rompí de nuevo a llorar, en silencio, para no despertar ni alarmar a Leo que dormía a unos metros de mí. La protesta que marcó el inicio de mi oración dio paso a otro tono lleno de dolor pero doblegado a la voluntad y sabiduría de mi Dios:

“¡Confío! ¡Confío en ti mi Dios, mi Señor! Todo lo que tengo es tuyo, nada me pertenece. ¡Gracias por la vida! San José, María, ayudadme a ser un buen padre; os pido por Ángela, por Gabriel, por Tomás…para que sean santos, para que siempre sean de Dios. Gracias Dios por estar de nuestra parte, por protegernos con brazo firme. Junto a ti nada he de temer. Mi único temor es ser engañado por el diablo y caer en el pecado, pero tú me librarás. Confío en ti. Todo te lo debo a ti Señor ¡Todo! Todo lo que tengo, todo lo que soy. No tengo derecho a nada, salvo a darte gracias por todo. Dispón de mí como te plazca, haz conmigo lo que te plazca. A ti y solo a ti te pertenezco. Y mis hijos, parte de mi vida, mi carne y mi sangre son; si me los arrebatas creo que moriré de dolor, pero tú también moriste en una cruz por querer cumplir la voluntad de tu Padre, por amor a tu Padre y a nosotros. No se haga mi voluntad sino la tuya. Si quieres llevarte a mis hijos llévatelos, pero si quieres atender mi súplica, te suplico: no mueran mis hijos antes que yo. A ti te lo debo todo, todo te pertenece a ti, todo es tuyo. Confío en ti y te doy gracias por conservar a mi lado lo que más amo. Sostenme mi Dios si decides algún día llevarte a mis hijos. Jamás te maldeciré porque sé que tú eres Señor nuestro y tienes derecho a disponer de nosotros como creas conveniente aunque yo no lo entienda. Ayúdame a amar siempre tu voluntad. Te quiero Padre bueno. Seas tú, mi Dios, siempre lo primero; después, todo lo demás”. Amén.

Aquí no acabó la oración. Faltaba el Evangelio. ¡Cómo le gusta a Dios sorprender! ¡Cómo le gusta enamorar a las almas! La siguiente cita correspondía al evangelio de Mateo 10, 34-11, donde está escrito: (…) El que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí. Justo después de leer ese pasaje Dios me habló de nuevo al corazón de forma nítida y clara como el agua más limpia que los ojos puedan ver: “Antonio, tú eres digno de mí”. Aquellas palabras ya no eran las de un Dios que exige lo que es suyo, sino más bien las de un Dios enamorado de mi vida, inmensamente misericordioso y compasivo, que me regalaba ese ser digno de Él. ¿Digno yo! ¡Sí! ¡Digno y bien digno por su misericordia, porque Él lo quiere así, no porque yo lo merezca sino porque Él quiere hacerme merecedor de su Amor! Esa frase, ese “eres digno” arrancaron de cuajo todas mis angustias con una dulcísima brusquedad que inmergió mi alma en una paz infinita. A partir de ese momento me quedé callado ante Dios y Él ante mí. En silencio le adoré feliz viendo al fondo de mi ventana las montañas que rodeaban la Ría. Creo que Él se quedó a mi lado contemplando satisfecho aquel mismo paisaje.

Leo y yo fuimos muy conscientes de que nuestra Madre la Virgen María, bajo la advocación de la Virgen del Carmen, protegió a nuestro precioso Tomás enviando a su ángel de la guarda a tocar el corazón de mi esposa quien preguntó “¿y Tomás?”.

María Auxiliadora, ruega por nosotros.
Reina de los ángeles, ruega por nosotros.
Virgen del Carmen, ruega por nosotros.


Notas:
“No dejéis solos a vuestros hijos porque el diablo desea acabar con ellos”. Gabriele Amorth.
Lo de “solos” lo interpreto a nivel físico y, sobre todo, a nivel espiritual.
Lo escrito en verde es la oración que escribí aquel día en mi cuaderno.

Lo narrado en estas líneas nos condujo a Leo y a mí a profundizar más en la oración. Unas semanas más tarde entendimos que a generosidad se responde con generosidad. Lejos de llenarnos de miedo, esta experiencia nos hizo mucho más fuertes y nuestra confianza en Dios creció sobremanera. Jesús y María nos devolvieron a Tomás. Decidimos, después de un tiempo prudente de discernimiento, ofrecer a Dios otro hijo más, para darle gloria, para transformar el mundo. Hijos…para Dios, Señor y dueño de toda Vida. Como el niño que pide dinero a su madre para hacerle un regalo, así tornamos al Padre el regalo que de Él viene.

Bendito, alabado, adorado sea Dios por siempre. Amén.

Poco después una ecografía lo confirmó. Se trataba de una niña. Carmen venía de camino.

Carmen nació el 13 de agosto de 2018. Aquí la vemos sonriendo mientras duerme. Los bebés recién nacidos no sonríen nunca despiertos. Me gusta pensar que esas sonrisas las provocan sus ángeles de la guarda o incluso María, la Mamá…en sueños.

¡Qué insondables son los designios de Dios y qué incomprensibles sus caminos! (Rom 11, 33)

“El coronavirus, desde la providencia: llamada al amor creativo”

“Nada escapa a la providencia de Dios. Él no solo crea todo bien, sino que transforma el mal para que sirva al bien de los que le aman. Os ofrecemos material para que este tiempo de cuarentena se convierta en tiempo para ahondar en las grandes preguntas de la vida.”

Visita la sección que los Discípulos de los Corazones de Jesús y María ofrecen dedicada a la cuarentena por el coronavirus:
» “Amor creativo en esta cuarentena”


Carta del  P. José Granados, dcjm (Superior General del instituto religioso Discípulos de los Corazones de Jesús y María):

Confiarse a la Misericordia en tiempo de prueba – Introducción

Una preparación de 30 días para entregarse a la Divina Misericordia a través de María es nuestra propuesta como camino espiritual para el mes de mayo. Os invitamos a vivir este camino con nosotras, para que en este tiempo de prueba todos podamos confiarnos a la Misericordia. Puedes escuchar más detalles en la introducción de la Hna. Miriam Janiec ZMBM.

Publicación en: https://www.faustinum.pl/es/confiarse-a-la-misericordia-en-tiempo-de-prueba-introduccion/

14 formas de ejercer la misericordia

“Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que de antemano dispuso Él que practicásemos” (Ef 2, 10). Esta conciencia me llena de alegría. Soy un ser humano que ha sido creado por Dios. San Pablo escribe: “Soy pues, obra suya”. Dios, bueno y misericordioso, me ha llamado a participar en el amor de la Santísima Trinidad, para que lo ame a Él, pero también a mí mismo y a los demás, con el amor que Él mismo derramó en mi corazón. ¡Qué bueno es Dios! ¡Cuánto ha confiado en mí! Jesús desea que yo exprese mi fe y mi amor a través de obras concretas. Ya me había preparado desde un tiempo inmemorial, me llamó para que de esta manera cumpliera la voluntad del Padre, que quiere mi felicidad y salvación.

Leer más en en artículo: “14 formas de ejercer la misericordia” en Faustinum.pl 

Gracias, Señor, por tu Misericordia

"La Resurrección de Lázaro", Rubens

“La Resurrección de Lázaro”, Rubens

Gracias Señor por tus misericordias,
que me cercan en número mayor
que las arenas de los anchos mares
y que los rayos de la luz del sol.
Porque yo no existía y me creaste,
porque me amaste sin amarte yo,
porque antes de nacer me redimiste,
Gracias, Señor.

Porque me diste a tu bendita Madre,
y te dejaste abrir el corazón
para que en él hallase yo refugio.
Gracias, gracias, Señor.

Porque yo te dejé y Tú me buscaste,
porque yo desprecié tu dulce voz
y Tú no despreciaste mi miseria.
Gracias, Señor.

Porque arrojaste todos mis pecados
en el profundo abismo de tu amor,
y no te quedó de ellos ni el recuerdo.
Gracias, gracias, Señor.

Porque bastaba para redimirme
un suspiro, una lágrima de amor
y me quisiste dar toda tu Sangre.
Gracias, Señor.

Por todas estas cosas y por tantas,
que conocemos nada más Tú y yo
y no pueden decirse con palabras.
Gracias, Señor.

¿Qué te daré por tantos beneficios?
¿Cómo podré pagarte tanto amor?
Nada tengo, y nada puedo.
Mas quisiera desde hoy
que cada instante de mi pobre vida,
cada latido de mi corazón,
cada palabra, cada pensamiento,
cada paso que doy
sea como un clamor, que te repita
lleno de inmensa gratitud y amor
¡Gracias, Señor, por tus misericordias!
¡Gracias, gracias, gracias, Señor!

Acto de Confianza

San Claudio de la Colombiére, SJ. (1641-1682)

Estoy tan convencido, Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti, y de que no puede faltar cosa alguna a quien de Ti espera todas las cosas, que he determinado vivir en adelante sin ningún cuidado, descargando en Ti todas mis preocupaciones. “En paz me duermo y en seguida descanso, porque Tú, Señor, me has confirmado singularmente en la esperanza” (Sal 4, 9)

Despójenme los hombre de los bienes y de la honra, prívenme las enfermedades de las fuerzas e instrumentos de servirte; pierda yo por mí mismo la gracia pecando; que no por eso perderé la esperanza, antes la conservaré hasta el último suspiro de mi vida, y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno para arrancármela.

Aguarden unos la felicidad de sus riquezas o de sus talentos; descanses otros en la inocencia de su vida, en la aspereza de su penitencia, en la multitud de sus buenas obras o en el fervor de sus oraciones; en cuanto a mí, toda mi confianza se funda en mi misma confianza, en la seguridad con que espero ser ayudado de Ti – “porque Tú, Señor, me has confirmado singularmente en la esperanza”. Confianza como ésta jamás a nadie salió fallida: “nadie esperó en el Señor y quedó confundido” (Sir 2, 11)

Así que, seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serlo y porque Tú, Dios mío, eres de quien lo espero todo: “en Ti, Señor, he esperado, no quedaré confundido jamás” (Sal 30,2; 70,1).

Bien conozco que, por mí soy frágil y mudable; sé cuánto pueden las tentaciones contra las virtudes más robustas; he visto caer las estrellas del cielo y las columnas del firmamento; pero nada de eso logra acobardarme.

Mientras espere de veras, estoy a salvo de toda desgracia; y estoy cierto de que esperaré siempre, porque espero también esta esperanza invariable.

En fin, para mí es seguro que nunca será demasiado lo que espere de Ti, y que nunca tendré menos de lo que haya esperado. Por tanto, espero que me sostendrás firme en los riesgos más inminentes y me defenderás de los ataques más furiosos y harás que mi flaqueza triunfe de los más espantosos enemigos.

Espero que me amarás a mi siempre, y que no te amaré a Ti sin intermisión. Y para llegar de un vuelo con la esperanza hasta donde puede llegarse, yo te espero a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío, en el tiempo y en la eternidad. Amén.

¿Qué vemos en el rostro de Cristo?

Roma, 21 de marzo de 2019

Dicen que nadie es culpable de nacer con una cara, pero sí de la cara que tiene a los cincuenta años. Prescindiendo de su belleza o fealdad, hay rostros que atraen y otros que repelen. Y es que el rostro, especialmente los ojos, son el reflejo del alma. Dime cómo me miras y te diré cómo esperas que yo te mire.

¿Qué vemos cuando miramos el rostro de Cristo?

En primer lugar, me gustaría fijarme en el rostro que encontramos en el cuadro “Cristo abrazado a la cruz” del Greco. Vemos a Jesús con una corona de espinas, llevando la cruz y rodeado de tinieblas (las que le rodearon en su pasión). Y ¿qué descubrimos en su rostro? Sus labios, suavemente cerrados reflejan serenidad; sus manos, abrazadas a la cruz, manifiestan fortaleza; sus ojos, elevados al Padre, parecen orar, estar extasiados, incluso tienen el brillo de la alegría y de la paz. Ojos que van más allá de las espinas de su corona y del madero de la cruz para encontrarse con la amorosa mirada del Padre y reflejan no solo su confianza y abandono Filial, sino su Amor y fascinación por “el Padre Eterno”. Este cuadro nos manifiesta la realidad de la Pascua. Por una parte, la grandeza inaudita del hombre, de cada hombre; que ha merecido que Cristo, el Hijo de Dios, sea su Redentor. Por otra, nos desvela la profundidad del amor de Dios al hombre. Un Amor que no se echa atrás ante el pecado del hombre ni ante la muerte en cruz para poder salvarnos. Un Amor que es Fiel en medio de nuestras infidelidades, que es Veraz en medio de nuestras mentiras, que es Heroico en medio de nuestras mediocridades, que es Eterno en contraposición a todo lo demás que pasa. Un Amor que, crucificado en la cruz, está dispuesto a pedir nuestra misericordia para que pueda entrar en nuestro corazón el verdadero Amor que viene de lo alto.

A continuación, miremos el cuadro del Cristo de la Misericordia. Un cuadro que surge del deseo del Señor de que santa Faustina pida a un pintor que realice un cuadro suyo tal y como le veía la santa en sus apariciones. ¿Qué vemos ahí? A Cristo resucitado, que lleno de gozo y fuerza, nos invita a ser sus amigos. Sus pies salen a nuestro encuentro, sus manos nos bendicen señalando el Cielo y nos invitan a entrar en su Corazón. Y precisamente, de ahí, de su Corazón, salen los rayos que nos iluminan, limpian, fortalecen y nos unen a Él. Su Luz nos ilumina y nos saca de nuestras tinieblas. Sus ojos nos miran y entran en nuestro interior; nos sabemos reconocidos y comprendidos. Y sus ojos, no tienen asco de nuestras miserias, ni recriminan nuestros pecados; sus ojos nos manifiestan que nos ama, que ha venido a buscarnos, que quiere sacarnos de nuestra bajeza. Sus ojos nos hablan de que quiere ayudarnos a convertirnos, a enseñarnos a amar a Dios y a los nuestros; a Amar de verás, como nunca nos hubiéramos creído capaces. Y ante esos ojos, ¡qué fácil es pedir perdón y ayuda! Porque me aman y me comprenden. Porque Él es Dios, que ha vencido al pecado y a la muerte; y que quiere vencer mi pecado y mi muerte eterna. Y sus labios, sonrientes y firmes, me susurran: ¡Sígueme!, ¡No tengas miedo!, ¡Yo estoy contigo todos los días! ¡No te dejaré!

Parémonos ante el rostro de Jesús, mirémoslo atentamente, sin prejuicios ni falsos miedos. Y entonces quizás podamos decir con fuerza: ¡Jesús, confío en ti! Sí, porque desde toda la eternidad tú has confiado en mí y te lo has jugado todo por mí, para que yo tenga Vida y en abundancia.

Palabras de Jesús a Santa Faustina tomadas de su Diario:

“Mi misericordia es más grande que todas las miserias de tu alma y las del mundo entero. Por tu alma bajé del cielo a la tierra, me dejé clavar en la Cruz, y permití que mi Sagrado Corazón fuera abierto por una lanza, para así poder abrir la Fuente de mi Misericordia ” (Diario 1485)

“Cuando te acerques a la Confesión, sumérgete en mi Misericordia con gran confianza… Al confesarte, debes saber que Yo mismo te espero en el confesionario, oculto en el sacerdote… Si tu confianza es grande, mi generosidad no tendrá límites” (Diario 1602)

“Ningún pecado, aunque sea un abismo de corrupción agotará mi Misericordia. Aunque el alma sea como un cadáver en plena putrefacción, y no tenga humanamente ningún remedio, ante Dios sí lo tiene” (Diario 1448)

P. Martínez

El mejor fruto del Jubileo de la Misericordia

corazon-de-mariaAl acabar el Año Jubilar de la Misericordia podemos ofrecer al Señor un fruto que dé continuidad a los dones que hemos recibido de Dios en este año.  Durante este año hemos comenzado, recomenzado o impulsado nuestra vida de hijos de Dios. ¡Qué alegría! ¡Qué bueno es Dios! Él es nuestro Padre y hace posible que nos levantemos de nuestras miserias y vivamos como auténticos cristianos a semejanza de Jesucristo, María y los santos.  El Espíritu Santo, a través de los Sacramentos y en la vida de la Iglesia, renueva nuestro corazón y el de nuestras familias para ser fuente de esperanza y gozo en medio del mundo.

Sabemos la gran vocación a la que el Señor nos llama y, al mismo tiempo, conocemos nuestra debilidad en el día a día. Por eso, un gran fruto de este Jubileo de la Misericordia es consagrar nuestra vida y familia a los Corazones de Jesús y María. Ellos nos ayudarán a continuar el camino que la Misericordia nos ha abierto.  Un camino con dificultades y obstáculos pero que de la mano de Jesús y María podemos recorrer hasta la casa del Padre.  Si Dios está con nosotros, ¿Quién contra nosotros?

A continuación ofrezco unas fórmulas como ejemplos.  Están pensadas para una familia. Sería preferible que cada persona o familia redacte la suya con las razones que le muevan o los propósitos que desee hacer.

P. Martínez

 

Consagración al Inmaculado Corazón de María (Del matrimonio o de la familia entera)

Inmaculada Virgen María, Tú has vivido junto a Jesús tu vocación al amor: como hija, esposa y madre, conoces de cerca nuestras luchas en el camino de la familia.

Como Hija te abandonaste completamente en Dios Padre, prestándole el homenaje de tu entendimiento y voluntad, y cooperando a su gracia en una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo.

Como Madre, engendraste en tu seno al Hijo de Dios, consagrándote totalmente a ti misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de tu Hijo; y nos acogiste a todos nosotros como hijos a través de la Iglesia.

Como Esposa, avanzabasen la peregrinación de la fe bajo la acción del Espíritu Santo ante los insondables designios de Dios.

Como Maestra, Jesús aprendió, en el limpio espejo de tu Corazón, a vivir como Hombre su eterna consagración al Padre en su Amor Redentor.

Nosotros, N.N.,  N.N., N.N.,  ….llenos de alegría y esperanza, venimos hoy a ti, como a nuestra  Madre y Maestra,  para consagrarnos a tu Inmaculado Corazón.

Queremos confiarte, Madre, el Tesoro que el Señor ha puesto en nuestras manos y que llevamos en vasijas de barro.  Te encomendamos hoy nuestra familia para que hagas de ella un hogar para tu Hijo.

Que el Señor pueda entrar en nuestra casa como en la de Lázaro, su amigo, sin llamar a la puerta, sabiéndose siempre esperado y bienvenido.  Que el amigo de Lázaro sea también el nuestro y el de nuestros hijos, y comparta con nosotros las esperanzas y los temores, la alegría y los dolores de la vida.

Te pedimos, Madre, que nos enseñes a vivir como Marta y María entregando al Señor todo nuestro tiempo en la unidad de trabajo y descanso, oración y acción.

Ayúdanos a reconocer en nuestra familia el santuario de la vida y la esperanza de la sociedad.  Haz crecer a nuestros hijos en edad, sabiduría y gracia, para que puedan ser los testigos del tercer milenio.  Que como en Caná, nuestra pobre agua pueda transformarse en vino nuevo capaz der ser reflejo del Amor de Dios para que el mundo pueda conocer a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida.

Oh María, revélanos el plan maravilloso de Dios sobre nuestra familia.  Muéstranos tu protección de Madre y ponnos junto a tu Hijo Jesús, nuestro Maestro y Amigo.  Amén.

 

Consagración de la familia al Corazón de Jesús  (Toda la familia)

Jesús, Señor y Salvador nuestro, nos reunimos ante tu imagen para ofrecer a tu Corazón Sagrado nuestra casa y nuestras personas, por mediación de nuestra Madre, la Virgen María, que desde el cielo nos acompaña, nos sonríe y nos ayudará a cumplir el compromiso que ahora contraemos contigo.

Hoy muchos te arrojan de sus puestos de trabajo, de sus viviendas y de sus relaciones familiares.

Nosotros te recibimos contentos y agradecidos en nuestro hogar;  te necesitamos y queremos que vivas con nosotros, participando de nuestras alegrías y de nuestras penas, de nuestra riqueza y de nuestra pobreza, de nuestros triunfos y de nuestros fracasos.

Señor, no somos dignos de que entres en nuestra casa; pero tú, que fuiste a la del Centurión, entraste en la de Zaqueo, y te hospedaste en la de Marta y María, quédate con nosotros para siempre, que procuraremos no hacer nunca algo que te disguste.

Señor Jesús, que nos ofreces tu corazón, como señal y prenda de cuánto nos amas, ilumínanos en nuestras dudas y adviértenos en nuestros peligros;  ayúdanos en nuestras tentaciones y consuélanos en nuestros sufrimientos;  oriéntanos en nuestras resoluciones y, sobre todo, enciende en nuestros corazones un gran amor a Ti y a nuestros prójimos.

Que nuestra vida sea un auténtico testimonio de fe, esperanza y caridad;  que hagamos bien a cuantos nos rodean, viéndote en ellos a Ti, y que al fin de nuestra peregrinación por este valle de lágrimas, todos nos reunamos contigo en el cielo, con la Virgen María, nuestra Madre, los santos de nuestra devoción y las personas queridas que nos han precedido en su camino a la casa del Padre.

Así te lo prometemos, Jesús, ante la imagen de tu Corazón;  así te lo pedimos y así lo esperamos de Ti, que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo y eres Dios por los siglos de los siglos.  Amén.

¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío!

¡Inmaculado Corazón de María, se la salvación mía!

 


La Consagración al Corazón de Jesús se aconseja, no es imprescindible, hacerla a la vez que un sacerdote entronice en casa una imagen o cuadro del Corazón de Jesús y bendiga  casa.  También esaconsejable que se renueve en familia todos los años en la misma fecha (no es necesario repetir la bendición de la casa).Por otra parte, convieneponer junto a la imagen Agua Bendita (bendecida por un sacerdote) para que puedan usarla todos los miembros de toda la familia.