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Misericordia: ¿un pez y una caña?

Es de todos conocida la historia de aquel hombre que cuando un mendigo le pidió un pez para comer, en vez del pez, le regaló una caña y le enseñó a pescar. El mendigo, desde aquel día, cambió aquello que le definía; dejó de ser mendigo y se convirtió en pescador. Un pescador capaz no sólo de comer él, sino de alimentar a otros.

Esta historia nos sirve para iluminar el concepto de “misericordia”; no sólo la humana sino, sobre todo, aquella de la que procede esta: la Divina.

Podría entenderse la misericordia como dar un pez al que está hambriento. A lo largo de nuestra vida día nos encontramos muchas veces en esta situación. Nos sale al encuentro un mendigo en la calle, un amigo que tiene un problema, una persona que me ha ofendido, un enfermo…. Ante esta circunstancia, movidos por el buen corazón y echando una primer sentimiento de repulsión o pereza, nos acercamos misericordiosamente y ofrecemos una limosna, un tiempo de escucha, nuestro perdón o unas palabras de consuelo. Tras este acto de generosidad, nadie lo duda, seguimos nuestro camino con la alegría de haber hecho una obra buena. Detrás queda esa persona, contenta con nuestra ayuda pero que tras unas horas o unos minutos continuará siendo un mendigo, una persona con un problema, alguien que me puede ofender de nuevo o un enfermo.

Esa persona necesitada ¿puede esperar algo más de mí –que en definitiva también tengo mis problemas-? ¿Debo acaso dar a ese mendigo todo mi dinero –incluso con el que comerán mis hijos-? ¿Debo acaso dejar mis asuntos y resolver yo el problema de mi amigo? ¿Es lo mejor vivir perdonando las constantes ofensas de otro? ¿Puedo dedicar todos mis esfuerzos a curar a ese enfermo como si sólo de mí dependiera su salud?   Sin querer dar una respuesta exhaustiva, da la sensación de que este planteamiento, aunque muy hermoso, no deja de ser irreal en la práctica. No sólo eso ¿es esa la solución del problema de esas personas? Pensándolo en profundidad: No. Pero ¿qué podemos hacer?

Ante esta incapacidad del hombre, Dios sale a nuestro encuentro. Y viene no con un pescado sino quenos ofrece,lleno de Misericordia, “una caña y el enseñarnos a pescar”. Y es aquí donde radica la diferencia entre nosotros y Él. Él es Dios Misericordioso fiel y poderoso. Su Misericordia está llena de fidelidad y de poder.

Dios no sólo se compadece de nosotros sentándose a nuestro lado y pasándonos una mano por el hombro. Más aún, no sólo perdona nuestros pecados. Después de hacer todo esto, se levanta, nos tiende su mano y nos invita a comenzar una nueva vida con su Gracia. La Misericordia de Dios nos llena de esperanza porque es capaz de cambiarnos, de convertirnos. Está llena de poder para hacernos vivir un Amor semejante al Suyo, más aún Su mismo Amor. Nos da la caña y nos enseña a pescar.   No deja al hombre en su condición de pecador, sino que lo salva para que viva como hijo de Dios, para que sea santo capaz de santificar a otros.

Vete y no peques más”. La grandeza de esta frase de Jesús no es sólo que manifiesta su perdón a esta mujer pecadora. Es que la ofrece la posibilidad, la fuerza y la Gracia para no pecar más; para cambiar su vida siguiendo los pasos de Jesús. Abre ante ella un camino que quizás no sea fácil, un camino en que seguramente habrá caídas y miradas hacia atrás, pero en definitiva un camino que si se sigue de la mano de Jesucristo lleva a la vida nueva, a una vida de plenitud en la que se cumple la Buena Noticia del Evangelio.

La Misericordia de Dios no es sólo compasión y perdón, sino una oferta para cambiar la vida, para llevar nuestra vida a la plenitud a la que estamos llamados y que todos deseamos en nuestro interior.

Cristo nos ofrece una caña y la posibilidad de aprender a pescar. Pero ¿cuál es nuestra actitud ante su oferta? ¿qué hará el “mendigo”?  Puede rechazarla y seguir dedicando sus fuerzas a pedir limosna, lamentándose por siempre de su mala fortuna y conformándose con malvivir. Puede aceptarla y dedicar su tiempo al trabajo de pescar. Si acepta la caña puede que algún día de mala suerte deba de pedir de nuevo ayuda, pero ya no la pedirá como un mendigo, sino como un pescador que pide un crédito que al cabo del tiempo no sólo podrá devolver sino incluso “pagar con intereses”. Más aún, la pedirá como un “hijo” que sabe que su Padre tiene el Amor y la Fuerza necesaria para ayudarle a llegar a ser un “hombre”. Un hombre capaz de amar a sus amigos, a su esposa y a sus hijos con el Amor de Cristo. Un hombre que no se rinde ante sus propias limitaciones o los defectos de los demás. Un hombre capaz de ser en medio de la sociedad fuente de alegría y verdadera Esperanza. Un hombre que, con la Gracia de Cristo, “sea luz del mundo y sal de la tierra”.

P. Martínez