Nuestros hijos, regalos de Dios.

Aquello que vivimos se puede ver de dos maneras, con ojos humanos o con los ojos de la fe. Si solo vemos con ojos humanos ¡qué pobreza!; si solo con la fe ¡qué pena no ver lo humano cuando lo humano es tan amado por Dios!…

Lo que voy a contarte ocurrió la víspera de la festividad de la Virgen del Carmen.

Mi esposa y yo habíamos organizado un viaje a Galicia con nuestros tres hijos: Ángela de 11 años, Gabriel de 8 y el pequeño y travieso Tomás de casi 4 años.

Estábamos alojados en una bonita casa de intercambio junto al Castillo de Sotomayor en la zona de las Rías Baixas. Las dos semanas que íbamos a permanecer en Galicia estaban proyectadas para conocer cuantos más sitios mejor. Viajar y viajar hasta que nuestro viejo coche que en ocasiones olía a embrague quemado aguantara. Esa tarde tocó conocer Cabo do home, un lugar con unas vistas espectaculares desde los acantilados. Mientras mi mujer y yo disfrutábamos del paisaje impresionante y tan distinto de nuestra tierra pacense, los niños se limitaron a pasar el rato cogiendo saltamontes, hecho que me molestó ya que mis esfuerzos por conseguir que prestaran atención a las vistas fueron inútiles. Los bichos eran mucho más divertidos.

Algo contrariado cogí el coche y fuimos a otro pueblecito costero, San Cibrán, en el extremo sur occidental de la Ría de Pontevedra. Como cada día, ese 15 de julio acudí a misa en una iglesia antigua, la parroquia de San Cibrán de Aldán. La misa de vísperas que se celebró fue ya en honor de la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores y marineros. Mientras, Leonor y los niños se quedaron fuera jugando a coger bichos como de costumbre y a jugar a pelearse que también tiene para ellos su encanto.

Al terminar la misa, Tomás se me acercó para darme un beso. Siempre lo hace porque sabe que si he comulgado, Cristo está dentro de mí. El beso que me da, realmente es para Dios. Puesto que era la fiesta de la Virgen del Carmen quise comprar un escapulario y me acerqué a la sacristía para preguntar al sacerdote si tenía alguno. El buen cura, muy amablemente me regaló uno a mí y otro a Tomás. El pequeño se lo puso al cuello con una sonrisa llena de ilusión.

Acto seguido Leo me propuso ir un ratito a la playa que distaba de la iglesia apenas unos 30 o 40 metros y accedí.
Todo sucedió muy rápido.

Ángela y Gabriel se pusieron a coger conchas y cangrejillos pero Tomás quiso lanzarse a la aventura…

Era una pequeña playa, bonita, como toda Galicia. Nos disponíamos a disfrutar de los últimos rayos de luz junto a la desembocadura del arroyo Orxas. La bahía formaba una especie de U de modo que desde nuestra orilla se veía jugar a otros niños en la orilla de en frente. Entre ambas orillas se mezclaban las aguas dulces del arroyo con la sal del Atlántico. Tomás me dijo: “papá, quiero ir allí con esos niños”. Había marea alta y Tomás no sabía nadar. Mi respuesta fue tajante: “No Tomás. Quédate aquí con tus hermanos”. Mi experiencia como padre no fue suficiente para atisbar el peligro que la curiosidad y picaresca de un niño de tres años encerraba. Él esperó a que me diera la vuelta y acto seguido se dispuso a conseguir su objetivo. Yo pensé que si lo intentaba le entraría miedo al ver cómo poco a poco le cubriría el agua y daría media vuelta. Eso era lo más normal, sin embargo el nivel del agua ocultaba un peligro que, por desconocimiento de la zona no tuve en cuenta. Junto a nosotros había una rampa para pequeñas embarcaciones que se adentraba en el agua. Hacia un lado estaba la playa, pero hacia el otro esa rampa formaba un escalón profundo. El pequeño comenzó a caminar despacito, apenas le cubría el agua por las rodillas pero de repente, al llegar al escalón oculto, cayó a lo profundo. En ese momento yo acababa de sentarme tranquilo y Leo y yo comenzábamos una conversación. Noté a Leo algo inquieta, no me prestaba atención. En lugar de corresponder a lo que le hablaba dijo sencillamente: “¿Y Tomás?” Me levanté rápidamente y no le vi. Era imposible, no podía haberse ido tan rápido a ninguna parte. Mi corazón se estremeció y por fin pude ver cómo chapoteaba débilmente con solo su frente fuera del agua. Grité: “¡Tomás!” y me lancé con toda la rapidez que pude. Lo agarré y lo levanté. Tardó unos segundos en romper a llorar porque su primer reflejo fue llenar bien sus pulmones de aire.

Le abracé y no le soltaba, ni siquiera se lo pude dar a su madre que me lo solicitaba con sus brazos extendidos. Era mío, no paraba de besarle, estaba bien, estaba vivo…y si hubiera tardado tan solo unos segundos más, si Leo no hubiera preguntado por él, habría desaparecido bajo el agua. Cuando se calmó y me abrazaba tranquilo comencé a llorar yo. A Tomás no le importaba el corro de gente que se formó a nuestro alrededor ni que mi ropa estuviera empapada. Estábamos unidos por un abrazo que le inundaba de paz a él e intentaba calmarme sin éxito a mí.

Recogimos las cosas y nos fuimos al coche. Solo allí mi paciente Leo pudo ya abrazar a su pequeño. Al dárselo comencé a sentir dolor. Me había roto una costilla con la brusquedad del salto pero la adrenalina se encargó de camuflar la molestia hasta que pasó el peligro.

Después de unos largos minutos tras sentarnos todos en el coche decidí sacar fuerzas y comenzar el viaje de regreso a casa. Habrían sido unos 30 minutos de trayecto si el GPS nos hubiera guiado correctamente, pero aquel invento falló y tardamos casi hora y media. Agotado, con lágrimas que se me escapaban y con la mano de Leonor que me rozaba con todo cariño llegamos al fin a casa.

El jaleo que habitualmente acompañaba la hora del baño aquella noche se transformó en un extraño silencio que nos pedía a todos hacer lo que teníamos que hacer sin más.

Al poco los tres niños dormían. Leo y yo nos abrazábamos en la cama sin poder dormir a pesar del agotamiento. Aquella noche pasé muchos pequeños ratitos junto a la cama de Tomás. En nuestro corazón solo había un Gracias enorme que lanzábamos una y otra vez a Dios.

El plan del día siguiente era, según lo previsto, seguir viajando, pero tras lo acontecido, aquel proyecto de viaje dio un giro de 180 grados. Decidimos sin dudar permanecer en la casa, en aquel bonito jardín lleno de saltamontes, jugando todos juntos. ¡Cuánto disfrutaron los enanos!

Durante todo el día noté mi alma inclinándose hacia Dios pero no podía rezar. La angustia no se apartaba de mí y, sin poder controlarlo, se me venía una y otra vez la imagen de Tomás a punto de desaparecer bajo las aguas. Fue un día largo. El rato de oración diaria que solía hacer lo dejé de lado para repetir una y otra vez: “¡Gracias Dios!”

Era ya día 16, festividad de la Virgen y fuimos todos a misa a la pequeña iglesia de Sotomayor. Al finalizar sacaron en procesión a la Virgen y cuál fue mi sorpresa cuando vi que la imagen que los aldeanos procesionaban tenía a los pies de María un pescador que se estaba ahogando en el mar pero que conseguía ser salvado por la mano de la Virgen. No me pude contener, se me escaparon nuevamente las lágrimas. Mi alma seguía profundamente agradecida y angustiada al mismo tiempo. Aquella noche tampoco logré descansar bien.

Por la mañana, con los primeros rayos del alba del 17 de julio, me levanté y agarré mi Biblia y el cuaderno de oración. Solo quería hablar con Dios y sacar la angustia que me producía el pensamiento de haber estado a punto de perder un hijo y el miedo que me provocaba la idea de que de ése o de algún otro modo pudiera perder en el futuro a uno de ellos. En definitiva, solo quería olvidar…

Tomé las lecturas correspondientes a ese día y me topé con Éxodo 1, 8-14.22. Este pasaje narra cómo el faraón de Egipto, temiendo la amenaza del pueblo Israel, ordena arrojar a los niños hebreos al río para acabar con ellos. No me lo podía creer, yo solo quería olvidar y supuestamente Dios me hablaba de niños ahogados. Mi oración, que hasta entonces había sido de agradecimiento, se transformó en un escueto “¡…. Señor!”. Lo cierto es que a veces soy malhablado, mis amigos lo saben… y con mi mejor Amigo no quería ser de otro modo. Jesús no se asusta, hasta me imagino que sonríe y disfruta cuando le tratamos con tanta confianza. Molesto con el Señor cerré la Biblia de golpe y sin entender el porqué de aquel inoportuno pasaje bíblico decidí ignorar lo del Nilo y continuar un minuto más tarde con el Salmo de aquel día. No daba crédito a lo que encontré en el Salmo 124 (123): “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte (…) nos habrían tragado las aguas”. De repente todo mi ser se estremeció. Entendí con suma claridad un mensaje que me golpeó con contundencia: tu vida y la vida de tus hijos están en mis manos, os amo, confía en mí y no tengas miedo. Eran palabras de autoridad que reclamaban desde un plano superior algo que por derecho merecía recibir: confianza y desprendimiento por mi parte. Rompí de nuevo a llorar, en silencio, para no despertar ni alarmar a Leo que dormía a unos metros de mí. La protesta que marcó el inicio de mi oración dio paso a otro tono lleno de dolor pero doblegado a la voluntad y sabiduría de mi Dios:

“¡Confío! ¡Confío en ti mi Dios, mi Señor! Todo lo que tengo es tuyo, nada me pertenece. ¡Gracias por la vida! San José, María, ayudadme a ser un buen padre; os pido por Ángela, por Gabriel, por Tomás…para que sean santos, para que siempre sean de Dios. Gracias Dios por estar de nuestra parte, por protegernos con brazo firme. Junto a ti nada he de temer. Mi único temor es ser engañado por el diablo y caer en el pecado, pero tú me librarás. Confío en ti. Todo te lo debo a ti Señor ¡Todo! Todo lo que tengo, todo lo que soy. No tengo derecho a nada, salvo a darte gracias por todo. Dispón de mí como te plazca, haz conmigo lo que te plazca. A ti y solo a ti te pertenezco. Y mis hijos, parte de mi vida, mi carne y mi sangre son; si me los arrebatas creo que moriré de dolor, pero tú también moriste en una cruz por querer cumplir la voluntad de tu Padre, por amor a tu Padre y a nosotros. No se haga mi voluntad sino la tuya. Si quieres llevarte a mis hijos llévatelos, pero si quieres atender mi súplica, te suplico: no mueran mis hijos antes que yo. A ti te lo debo todo, todo te pertenece a ti, todo es tuyo. Confío en ti y te doy gracias por conservar a mi lado lo que más amo. Sostenme mi Dios si decides algún día llevarte a mis hijos. Jamás te maldeciré porque sé que tú eres Señor nuestro y tienes derecho a disponer de nosotros como creas conveniente aunque yo no lo entienda. Ayúdame a amar siempre tu voluntad. Te quiero Padre bueno. Seas tú, mi Dios, siempre lo primero; después, todo lo demás”. Amén.

Aquí no acabó la oración. Faltaba el Evangelio. ¡Cómo le gusta a Dios sorprender! ¡Cómo le gusta enamorar a las almas! La siguiente cita correspondía al evangelio de Mateo 10, 34-11, donde está escrito: (…) El que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí. Justo después de leer ese pasaje Dios me habló de nuevo al corazón de forma nítida y clara como el agua más limpia que los ojos puedan ver: “Antonio, tú eres digno de mí”. Aquellas palabras ya no eran las de un Dios que exige lo que es suyo, sino más bien las de un Dios enamorado de mi vida, inmensamente misericordioso y compasivo, que me regalaba ese ser digno de Él. ¿Digno yo! ¡Sí! ¡Digno y bien digno por su misericordia, porque Él lo quiere así, no porque yo lo merezca sino porque Él quiere hacerme merecedor de su Amor! Esa frase, ese “eres digno” arrancaron de cuajo todas mis angustias con una dulcísima brusquedad que inmergió mi alma en una paz infinita. A partir de ese momento me quedé callado ante Dios y Él ante mí. En silencio le adoré feliz viendo al fondo de mi ventana las montañas que rodeaban la Ría. Creo que Él se quedó a mi lado contemplando satisfecho aquel mismo paisaje.

Leo y yo fuimos muy conscientes de que nuestra Madre la Virgen María, bajo la advocación de la Virgen del Carmen, protegió a nuestro precioso Tomás enviando a su ángel de la guarda a tocar el corazón de mi esposa quien preguntó “¿y Tomás?”.

María Auxiliadora, ruega por nosotros.
Reina de los ángeles, ruega por nosotros.
Virgen del Carmen, ruega por nosotros.


Notas:
“No dejéis solos a vuestros hijos porque el diablo desea acabar con ellos”. Gabriele Amorth.
Lo de “solos” lo interpreto a nivel físico y, sobre todo, a nivel espiritual.
Lo escrito en verde es la oración que escribí aquel día en mi cuaderno.

Lo narrado en estas líneas nos condujo a Leo y a mí a profundizar más en la oración. Unas semanas más tarde entendimos que a generosidad se responde con generosidad. Lejos de llenarnos de miedo, esta experiencia nos hizo mucho más fuertes y nuestra confianza en Dios creció sobremanera. Jesús y María nos devolvieron a Tomás. Decidimos, después de un tiempo prudente de discernimiento, ofrecer a Dios otro hijo más, para darle gloria, para transformar el mundo. Hijos…para Dios, Señor y dueño de toda Vida. Como el niño que pide dinero a su madre para hacerle un regalo, así tornamos al Padre el regalo que de Él viene.

Bendito, alabado, adorado sea Dios por siempre. Amén.

Poco después una ecografía lo confirmó. Se trataba de una niña. Carmen venía de camino.

Carmen nació el 13 de agosto de 2018. Aquí la vemos sonriendo mientras duerme. Los bebés recién nacidos no sonríen nunca despiertos. Me gusta pensar que esas sonrisas las provocan sus ángeles de la guarda o incluso María, la Mamá…en sueños.

¡Qué insondables son los designios de Dios y qué incomprensibles sus caminos! (Rom 11, 33)

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